Carlo Formenti
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Grupo de traductores de la red “Jaén, Ciudad Habitable”
8 de febrero de 2016
En un extenso e interesante artículo publicado en el Huffington Post1 el profesor Jedediah Purdy de la Duke Law School, examina los argumentos mediante los cuales el establishment democrático trata de desacreditar la candidatura de Bernie Sanders, después de que el anciano senador de Vermont, en contra de todo pronóstico, se haya revelado como un peligroso competidor de la favorita del aparato, Hillary Clinton. Purdy examina, en particular, dos posiciones: la del economista neokeynesiano Paul Krugman y la de la influyente Alexandra Schwartz del New Yorker.
De manera resumida, la argumentación de Krugman es la siguiente: gobernar es una tarea muy dura para un socialista democrático “idealista” como Sanders, incapaz de aceptar los compromisos que un auténtico líder político debe cumplir. A propósito: visto que las propuestas económico-políticas de Sanders son neokeynesianas, Krugman confiesa que tales propuestas son inviables, ya que entre esas ideas y las liberales tertium non datur (donde queda excluida la superación del capitalismo). Schwartz, por el contrario, ataca al masivo apoyo que Sanders gana entre la juventud: esto lo consigue (escribe ella) porque Sanders evoca antiguos fantasmas de “pureza”, cultiva la nostalgia de un tiempo utópico donde la política era más simple y directa. Por tanto, sería necesario abrirle los ojos a los jóvenes e invitarlos a escoger entre líderes más “adultos” (dicho de otra forma: Sanders es un viejo senil). Los dos puntos de vista, señala Purdy, comparten la visión según la cual el tiempo de las campañas es el tiempo de los eslóganes y de las promesas; después viene el tiempo de tomar las decisiones más realistas para elegir quién debe gobernar. No es casualidad que ambos se inspiren en Obama, el hombre que, tras lograr el poder entonando su “yes we can”, no ha dejado de involucrarse en guerras, ha hecho bien poco por mejorar el medio ambiente, se ha conformado con aplicar meros paños calientes en el plano laboral, ha continuado con los préstamos universitarios, los encarcelamientos masivos y ha llevado a cabo una “reforma” sanitaria que es un regalo para las aseguradoras privadas. He aquí por qué prefieren a la Clinton: porque saben que sus promesas de amordazar a Wall Street no valen nada, ya que cuando venza, procurará no molestar a los grandes poderes financieros (los cuales lo saben muy bien, por ello continúan adorándola).
Los argumentos de Krugman y Schwartz, continúa Purdy, se asemejan a los de dos conocidos intelectuales de la primera mitad del siglo XIX: Walter Lippmann y Joseph Schumpeter, los cuales estaban convencidos de que la democracia no era más que una técnica, que hay que manejar con cautela, para obtener el consenso de la mayoría de los ciudadanos -incapaces de entender las “leyes” del sistema político y económico- y hacer que los trabajadores cumplan simple y llanamente con su función (“Dejadnos trabajar” decía Berlusconi, un grito que vuelve hoy a decir Renzi). Por cierto, nosotros los europeos podremos reivindicar una ascendencia aún más “noble” y antigua: basta con pensar en los “elitistas” Mosca, Pareto y Michels.
El debate norteamericano nos resulta cercano, porque la visión “realista” de la democracia (de la “democracia real”, como diría Colin Crouch2) es a día de hoy compartida por todos los partidos políticos que se disputan el poder en los países occidentales, con excepción de los movimientos que, casualmente, son considerados expresiones de una ingenua visión “populista” porque evocan una política donde las palabras coinciden con los hechos. La idea de que el pueblo tenga voz en aquellos temas “complejos” (la palabrita mágica para legitimar la hegemonía de la casta) tales como la economía o las meras reglas del juego político, aterroriza a los poderosos. Obviamente, no hay garantía de que en un cambio populista mejorasen las cosas: no obstante, no hay que olvidar que el populismo, si bien se declara ni de derechas ni de izquierdas, ha estado siempre orientado ideológicamente: puede generar una redistribución del crédito y la solidaridad y amistad entre los pueblos, como ha sucedido con el populismo bolivariano, o por el contrario producir racismo, nacionalismo e intolerancia, como sucede con el populismo de Salvini y Le Pen. En otras palabras, el populismo es hoy el terreno sobre el cual se juega el desafío de un cambio radical, con todos los riesgos que ello conlleva, mientras la democracia real es el terreno sobre el cual crece la opresión, explotación y control sobre las masas populares por parte de las élites económicas y políticas.
1 http://www.huffingtonpost.com/jedediah%C2%ADpurdy/dismissing%C2%ADsanders%C2%ADdemocr_b_9175736.html
2 Colin Crouch, sociólogo y politólogo inglés, autor del libro “Posdemocracia” (en castellano editado en 2004 por la editorial Taurus). Carlo Formenti, en su libro “Utopías letales. Contra la ideología postmoderna” (Jaca Book, 2013) polemiza con la orientación propuesta por Crouch en su libro de invitar a los partidos de izquierdas a renovar la propia cultura y los modelos organizativos, para conseguir representar a “las nuevas clases medias”, sobre todo porque delegar la representación a los movimientos tiene efectos devastadores, en la medida en que tales movimientos tienden a situarse en el campo liberal más que en el campo democrático. E incluso, Formenti, duda de que esa modernización sea ya posible.